Conócete, acéptate, supérate…

El mundo de las letras está lleno de grandiosos poemas, verdaderas obras maestras de la literatura. Textos repletos de palabras que resuenan, que esconden con belleza profundos significados. Las personas somos como la poesía. Grandes mensajes vestidos de bellos recursos literarios. Grandes seres vestidos de elaborados personajes.
 
Un santo dijo alguna vez: «Conócete, acéptate, supérate». También lo dijo Galileo Galilei: “La mayor sabiduría que hay es conocerse a uno mismo”.Palabras que engloban el principio de la vida, la esencia de la libertad, la autovía hacia nuestros sueños.
 
Todos tenemos historias. Algunas tejidas sobre recuerdos, otras sobre certezas, algunas sumidas en el olvido. En definitiva, historias basadas en realidades poco certeras. En recuerdos engañados, o relatos distorsionados.
 
A lo largo de la vida, nos hemos convertido en actores disfrazados. Actores que interpretan un papel,sin entender, sin saber quiénes éramos antes de la obra, ni tan siquiera, si queremos formar parte de ella. 
 
Pero un buen día, decidimos bajar el telón. Resolvemos despojar las vestiduras. Bucear en el alma. Un alma herida. Mirar hacia dentro. Hacia los lados. Mirar hacia atrás. Sumergirse en ese pozo. Un hoyo de dolor. Un lugar recóndito. Sin luz, sin tiempo, sin sol.
 
Ahí, ahí, me zambullí yo. Buceé en ese lodo. Conecté con esa realidad escondida. Encontré a esa niña herida, perdida, acallada. La escuché, la atendí, la entendí, la consolé, la abracé.. Sin filtros, sin lealtades. Viviendo mi verdad. Entendiendo mi dolor. Comprendiendo a toda una generación. Y cómo quema lo que ves… ¡Cuánto entiendes los por qués!
Unos por qués extensos. Cada quién con su lista. Con sus agravios. Con sus facturas. Lo cierto es que cerrar los ojos de nada sirve, ese dolor nos acompaña. Está encima nuestro. A los lados. Nos rodea. Hay que mirarlo. Hacerle frente. Abordarlo. Si lo dejamos, se pudre. Se deshace en nuestro cuerpo. En nuestra mente. En nuestra alma. Nos intoxica y…desperdiciamos la vida.

 

Y al encararlo, un buen día, brilla el sol. Después de esa mágica conexión, te das cuenta que el peligro ya pasó. Ya no hay disfraz, ni dolor, ni rencor. Ya no hay cadenas. Solo hay perdón. Por fin, ¡Por fin! El actor soy YO. Nuevo, feliz, libre, consciente, conectado con lo que fui y con lo que soy: YO.  

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